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La rebelión de las masas

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La rebelión de las masas

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2 ideas fundamentales
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¿De qué se trata?

Una clarividente profecía del totalitarismo.


Clásico de la literatura

  • Sociología
  • Moderno

De qué se trata

El malestar respecto al hombre-masa

Aún hoy en día, La rebelión de las masas, de José Ortega y Gasset, continúa generando reacciones diversas. Para unos, el autor español era un refinado filósofo, que en su obra de 1929 ya vaticinaba la llegada de los regímenes totalitaristas. Otros, en cambio, asocian su crítica de la sociedad con la tradición de Osvaldo Spengler. Pero Ortega no fue un antidemócrata sino un idealista decepcionado. Amargado, dio cuenta del ocaso de las democracias liberales de su tiempo: el ideal de libertad e igualdad proclamado en el siglo XIX pasó a ser tomado como algo natural en el siglo XX. Ya sea que se trate del derecho al voto, de la llegada de los automóviles o del progreso en la técnica y la medicina, todos los adelantos de la civilización son asimilados por el hombre moderno como lo haría un niño mimado, sin interesarse por los orígenes o su posterior evolución. Esta crítica sigue siendo válida en la actualidad. Siempre a través de nuevas imágenes y, a veces, con enunciados drásticos, Ortega denuncia la superficialidad, el conformismo y el menosprecio hacia el que piensa distinto. Pero lo cierto es que, de vez en cuando, su afinado diagnóstico de la época se asemeja a las charlas de tertulia: la masa son siempre los otros.

Ideas fundamentales

  • El libro La rebelión de las masas (1929), de José Ortega y Gasset, es un referente de la sociología de masas.
  • Contenido: Mientras que antes amplias capas de la sociedad se sometían a las élites políticas, ahora es la masa la que quiere gobernar. A ello se le ha de añadir la falta de capacidad de una clase media dejada y conformista. A medida que la masa continúa adquiriendo poder e influencia, la Europa civilizada vuelve a caer en la barbarie.

Resumen

Masa no es lo mismo que multitud

Nuestras ciudades y trenes, hoteles y cafés, teatros y cines, están llenos de gente. Sin embargo, desde hace años, la población no ha crecido. Los muchos individuos ya existían antes, pero pasaban desapercibidos, como individuos aislados o en pequeños grupos. El hecho de que ahora entren en escena como masa y se hagan con los mejores puestos de la sociedad, es lo nuevo. La masa no es necesariamente un fenómeno cuantificable: incluso un único individuo puede llegar a ser masa desde el momento en que se identifique con la media y lo mediocre, y no muestre afán alguno por ofrecer nada excepcional.

“Hay un hecho que, para bien o para mal, es el más importante de la vida pública europea de la hora presente. Este hecho es el advenimiento de las masas al pleno poderío social”.

Mientras que antes la masa permanecía en segundo plano, aceptando el predominio de aquellos dotados de habilidades de gobierno y de ejercer funciones públicas, ahora, en cambio, se sitúa en primera línea de la sociedad. Ocupa lugares, utiliza objetos y disfruta de entretenimientos reservados, hasta entonces, para las élites. A estas últimas les pierde respeto y rechaza seguirlas. Impone sus gustos y deseos a la sociedad, queriendo hacer de la sabiduría de tertulia, su ley. Y aun estando consciente de su propia banalidad, reclama una vigencia universal. Destruye la personalidad y el talento, y a todo aquel que no piense como la mayoría, lo elimina. En este sentido, existe la amenaza de un verdadero dominio de las masas.

El mito de la decadencia de Occidente

La desgracia obtuvo rienda suelta en el siglo XVIII, con la afirmación por parte de un movimiento de élite de que todos los hombres son iguales al nacer y, por tanto, tienen los mismos derechos, los cuales son conocidos como derechos humanos y civiles. Cualquier otro derecho derivado de una condición especial era tachado de privilegio. Si bien estos ideales llegaron a entusiasmar a la gente, lo cierto es que, en la realidad y durante mucho tiempo, semejantes reivindicaciones no fueron usadas al gobernar.

“Ser diferente es indecente. La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo, corre el riesgo de ser eliminado””.

Sus vidas bajo la democracia se asemejaban a las del antiguo régimen. En teoría era el pueblo el que ostentaba la soberanía, pero ni siquiera él mismo estaba del todo convencido de ello. Fue en Europa donde muy al principio este ideal político fue llevado a la realidad, al mismo tiempo que el nivel de vida medio del continente subía, logrando acercarse al del continente americano. En todos los ámbitos de la vida se observa una tendencia a igualar: en el patrimonio, en la cultura de las diferentes clases, en los sexos y hasta en las diferencias entre los continentes que comienzan a asemejarse. El incremento del nivel de vida en Europa no es en modo alguno señal de decadencia, sino, más bien, muestra de la vitalidad del antiguo continente.

“Vivimos bajo el brutal imperio de las masas””.

En cualquier caso, el diagnóstico de que vivimos en la era de la decadencia empieza a ser cuestionado. Fue al principio de la era moderna, hacia finales del siglo XIX, cuando las esperanzas de la gente sobre tiempos mejores se vieron finalmente colmadas. Desde esta perspectiva, el presente aparece ante todo como una fase del ocaso. Cualquier época pasada, que a primera vista parecía haber alcanzado un estado ideal, es considerada nula, melancólica y saturada. En cambio, en el presente predomina la idea liberadora de que nada es definitivo y de que todo es posible. Por primera vez, las eras pasadas no serán tomadas como ejemplo. Incluso el Renacimiento, considerado siempre como modelo a seguir, figura, desde esta visión del presente, como algo apolillado y polvoriento. Cualquier intento por combatir los problemas del presente con normas antiguas o con conocimientos de la tradición, será inútil. Esta forma de pensar dará testimonio de un espíritu de ruptura y de un sentido de la vida más alegre, aunque también dará temor.

La intensificación de la vida

Actualmente se vive un acercamiento voraz entre lo lejano y lo cercano, tanto en el espacio como en el tiempo. A través de los periódicos y el cine se vive a flor de piel lo que acontece en la otra parte del mundo. Los arqueólogos logran dirigir nuestra mirada a épocas e imperios olvidados desde hace mucho. Las democracias liberales y los avances de la técnica propician un crecimiento de la población espectacular y, al mismo tiempo, en todos los aspectos de la vida, tiene lugar un incremento de posibilidades monumental. Al momento de adquirir cualquier producto banal, nos encontramos ante múltiples alternativas. Igual da que se trate del plano material o espiritual, o de elegir un trabajo o de disfrutar de actividades de ocio, el ciudadano medio de la gran ciudad ha de decidirse entre numerosas posibilidades.

“Un tiempo que ha satisfecho su deseo, su ideal, es que ya no desea nada más, que se le ha secado la fontana del desear””.

Cada nuevo descubrimiento científico o récord en el deporte dan fe de la creciente capacidad de rendimiento de las personas. Pero esto no significa que la vida hoy sea mejor que la de antes, tan sólo que se vive de forma más intensa y rápida. A pesar de que se pueda hablar de una decadencia con respecto a la cultura o la política, en lo que a la autoconfianza y ánimo se refiere, nuestra época demuestra estar en pleno vigor. Pero ¿por dónde habría que empezar, con tanta sabiduría y avance técnico? De ahí que también los sentimientos de inseguridad e intranquilidad fueran comunes a esta generación.

El tipo de hombre-masa

Al principio de la era democrática, la masa por sí misma carecía de dominio alguno y disponía de los distintos programas que las élites ofrecían para tomar decisiones. Hoy en día, en Europa –sobre todo en los países de la cuenca mediterránea– se vive el triunfo de la masa. Su representante es un producto del siglo XIX, el cual trajo al ciudadano medio –de una manera hasta entonces nunca vista– libertad, bienestar y una fe ciega en los avances de la ciencia. Dicho ciudadano medio nace en ese mundo, el cual, desde el punto de vista técnico, social y material, es perfecto y cree que todo ha de ser mejor y más barato. De hecho, el hombre-masa se parece a un niño mimado, el cual desconoce fronteras y deberes. A diferencia de las generaciones anteriores, que hubieron de trabajar su suerte y enfrentarse a obstáculos, la generación de ahora toma los logros de la civilización como algo dado, sin mostrar preocupación alguna por cuidarlos.

“El hombre-masa es el hombre cuya vida carece de proyectos y va a la deriva. Por eso no construye nada, aunque sus posibilidades, sus poderes sean enormes””.

A diferencia del hombre noble, el hombre-masa es perezoso y no responde a leyes superiores, a las cuales se sometería de manera voluntaria, desde una necesidad interna. De manera contraria a lo que se piensa generalmente, la nobleza, en su origen, se basaba en el esfuerzo. Mientras que el noble originario había de luchar por sus privilegios, la totalidad de los derechos civiles se le sirven en bandeja de plata al hombre-masa. Este hombre-masa no sólo no produce nada, sino que, además, se muestra orgulloso y contento consigo mismo. En vez de aceptar con modestia sus propias limitaciones, defiende a gritos sus ideas, que no son más que una amalgama de banalidades. Ya sea sobre política o cultura, el hombre-masa emite opiniones acerca de todo sin ni siquiera invocar normas superiores o razones de fondo. Y donde no hay normas, no hay cultura.

“He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón””.

Fascismo, bolchevismo y sindicalismo son fenómenos nuevos y tremendamente inquietantes del predominio de las masas. Sus representantes revindican un papel de liderazgo político que ni siquiera son capaces de desempeñar. Desean poner fin a cualquier debate público, para entonces negociar de forma directa y con violencia tras renunciar a cualquier instancia mediadora. Las negociaciones, la cortesía, la justicia y la responsabilidad, fundamentos de la civilización y de la convivencia entre ciudadanos, le son totalmente ajenos. La masa se dedica a echar por la borda todos los principios del liberalismo, del pensar de forma distinta y de los derechos de las minorías, al mismo tiempo que oprime a la oposición. Odia todo lo que no le pertenece.

“El imperio romano finiquita por la falta de técnica (…). Pero ahora es el hombre quien fracasa por no poder seguir emparejado con el progreso de su misma civilización”

Si este tipo de hombre-masa llegara al poder en Europa, entonces esto significaría un retorno a la barbarie.

La irrupción de lo primitivo en la civilización

La gente de la era moderna adora los coches, toma medicamentos contra el dolor y se vacuna, pero el cómo se produjo todo ello no le interesa. En definitiva, los avances de la técnica en el fondo están basados en una ciencia pura y desinteresada que sólo existe donde los hombres se comprometen con la cultura.

“Es la época de las ‘corrientes’ y del ‘dejarse arrastrar’. Casi nadie presenta resistencia a los superficiales torbellinos que se forman en arte o en ideas, o en política, o en los usos sociales””.

En cambio, tal y como demuestra el descenso en la cifra de estudiantes, a la gente joven no le interesan las ciencias experimentales. Tan sólo desean disfrutar del producto final. Y, en ello, la ciencia empírica es la única que ofrece seguridad en el mundo actual, pues tanto la política, como la cultura y la moral están siendo cuestionadas. El menosprecio del hombre-masa queda demostrado en los pésimos sueldos de los físicos, químicos y biólogos, por no mencionar a los filósofos, cuyos representantes son la esencia misma de la ciencia pura y sin intereses.

“La mayor parte de los hombres no tiene opinión, y es preciso que ésta le venga de fuera a presión, como entra el lubricante en las máquinas””.

El hombre medio cree que el mundo artificial en el que le ha tocado nacer se mantiene por sí solo. Pero se trata de todo lo contrario: cultura y civilización precisan de cuidados, pues de lo contrario se desvanecen. A medida que se van complicando los problemas, también el número de aquellos que pueden solucionarlos va menguando sin cesar. El hombre no está maduro para los avances de su civilización. Incluso entre los más formados reina una incertidumbre histórica, que hace que ya no seamos capaces de poder aprender las lecciones de nuestra historia. La revolución bolchevique de 1917 reprodujo todos los errores de revoluciones anteriores debido a que los comunistas –al igual que los fascistas– carecen de conciencia histórica.

La masa se da a todos los niveles

El hombre-masa, este nuevo bárbaro, es producto de nuestra civilización. Y no se hace cargo de la herencia. Igual que al niño malcriado o al joven y decadente aristócrata le gusta el juego y el deporte, cuida su cuerpo y elige la ropa que se pone con gran esmero. Desprecia a los sabios, al romanticismo en el amor y prefiere someterse a un poder absoluto, antes que discutir.

“La meta no es mi caminar, no es mi vida; es algo a que pongo ésta y que por lo mismo está fuera de ella, más allá””.

Pero, ¿quién pertenece a esa masa? Masa no se refiere a ninguna clase social, de tipo proletariado, sino a un tipo de personas que se encuentran en todas las capas de la sociedad. Especialmente, la gente formada y especializada, los médicos, ingenieros y financieros, expresan opiniones de lo más estúpidas cuando hablan de política, arte o religión. Y, además, se les considera pilares del imperio de las masas.

“El alma continental se parece mucho al del ave de ala larga que al batir sus grandes remeras se hiere contra los hierros del jaulón””.

Una de las mayores conquistas de la civilización es el Estado moderno. El hecho de que el hombre necesite de una autoridad, y de que el Estado haya de ser dirigido por una élite, es una verdad irrefutable. Si bien, por un lado, al hombre-masa le fascina la maquinaria de Estado, del otro, se niega a reconocer el hecho de que sus líderes han de demostrar poseer cualidades precisas para el ejercicio de sus funciones. Al contrario: considera a la maquinaria de Estado como de su propiedad y cree que tan sólo hay que apretar un botón para ponerla en marcha. Apenas surge un problema, recurre al Estado. Y es que el gran peligro de nuestra sociedad está en la burocratización e intromisión del Estado en todos los aspectos de la vida. Bajo el imperio de las masas anónimas, el Estado destruye a los individuos independientes.

Por una Europa unificada

Mucho se habla en estos momentos acerca de la caída de Europa, de sus costumbres y normas. Francia, Reino Unido y Alemania, núcleo duro de los países europeos, han sido los que han dado forma al mundo como es hoy. Si realmente fuesen a decaer, también los parámetros políticos y jurídicos establecidos por ellos perderían sentido y el mundo terminaría entonces hundiéndose en el caos. América y Rusia carecen de nuevas ideas y, en cualquier caso, están muy europeizadas. Quizás la crisis actual, de carácter económico, de todas las que ha conocido Europa, sea incluso saludable. Quizás haga falta que caigan algunas naciones europeas y pequeños Estados, para que los estados unidos de Europa logren surgir. Y es que la existencia de fronteras internas limita el potencial político-económico e intelectual del viejo continente, cortándole sus posibilidades. La historia ha demostrado que los Estados nacionales no se fundamentan ni en la sangre, ni en el idioma ni en un pasado común.

“Sólo la decisión de construir una gran nación con el grupo de los pueblos continentales volvería a entonar la pulsación de Europa””.

En lugar de aferrarse a nacionalismos provincianos, los europeos deberían por fin concentrarse en sus similitudes. Por encima de todo, falta un programa común europeo y una visión de futuro. Toda persona necesita de una tarea a la que pueda consagrarse. Sin esta presión externa, se perdería en sí misma y su vida se volvería vacía y sin sentido. Lo mismo ocurre con los pueblos. Si Europa abandonara sus reivindicaciones de liderazgo y tan sólo existiera para sí misma, tendría lugar una decadencia de la moral que finalmente acabaría por conducir al resto del mundo al ocaso. La ciencia, el arte y la técnica, las cuales sólo prosperan bajo un fuerte liderazgo, irían a menos. Se impondría un estilo de vida y política falso, superficial. También se correría el gran peligro de que una Europa adormilada fuese contagiada por el comunismo ruso. Sólo una nación europea potente sería capaz de proteger a Occidente del ocaso.

Acerca del texto

Construcción y estilo

La obra de José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, está vertebrada a lo largo de 15 capítulos de semejante extensión, si bien no figuran ordenados por temas. Desde el punto de vista del estilo, el autor echa mano de una amplia gama de variaciones. En ocasiones, analiza con sobriedad y de manera factual la situación política de su tiempo, tanto en España como en Italia; otras veces, presenta su visión de la historia de manera poética y, más tarde, en tono polémico, vuelve a indignarse con situaciones de la vida del día a día, por ejemplo, la fascinación de sus contemporáneos por el deporte o los automóviles. Su lenguaje es rico en analogías y metáforas, sobre todo, del campo de la técnica y de las ciencias naturales, en particular, de la biología. Si bien Ortega se repite incesantemente en su teoría acerca del dominio de las masas, también es cierto que logra evitar la monotonía, al repetir de manera lacónica y, a veces, hasta cómica, nuevas ideas e imágenes. Muchas de sus frases se adecuan a un discurso político de campaña electoral.

Enfoques interpretativos

  • La rebelión de las masas es, principalmente, un diagnóstico de época. Sin embargo, no ofrece el remedio para combatir el imperio de las masas, el cual Ortega ya ve materializado en las pretensiones tanto de los fascistas como de los comunistas.
  • A pesar de su elevada estima respecto a la contribución histórica de la nobleza, Ortega no propugna un regreso de la aristocracia. Su ideal político son las democracias liberales del siglo XIX, en las cuales el poder del Estado se autolimita y ofrece protección y espacio a las minorías políticas.
  • Si bien Ortega no fue un auténtico demócrata, tampoco fue un antidemócrata. Su idea de la democracia está ligada al prerrequisito, según el cual, no son las masas las que dirigen al Estado, si no que éstas son las que han de aprobar las decisiones de las élites.
  • La queja acerca de la superficialidad de las masas y su incapacidad para emitir juicios es uno de los conceptos del pensamiento conservador más empleado, desde Alexis de Tocqueville, pasando por Gustavo Le Bon hasta llegar a Osvaldo Spengler, cuya idea sobre la decadencia de Occidente Ortega no compartía. Este último hacía hincapié en la vitalidad de Europa, aunque había que superar la ignorancia y falta de conciencia histórica general.
  • La crítica de Ortega a las masas está inspirada en el concepto de Federico Nietzsche de una plebe vaga y estúpida que sólo responde a su instinto de rebaño, que tiraniza a las personas de excepción y que es susceptible de dejarse impresionar con frases hechas.
  • Ortega desarrolló su filosofía de la vida influido por los filósofos alemanes Martin Heidegger y Wilhem Dilthey, y la resumió en su célebre frase: “Yo soy yo y mis circunstancias”. Así, la personalidad sería sólo una parte del Yo. La otra parte vendría dada por las circunstancias en las que se nace.
  • Ortega fue seguidor de un ideal estético, según el cual el arte y la filosofía no han de tener fines ni estar ligados a ningún objeto práctico de la vida diaria. Además, suscribía la opinión de que los surrealistas, dadaístas y futuristas eran unos superficiales que no formaban parte de la vanguardia del arte, caracterizándolos como un típico producto de las masas.

Antecedentes históricos

Ambiente de guerra y el fenómeno de las masas

Gracias a los avances de la medicina y a una mejora en las condiciones de higiene en la Europa occidental del siglo XIX, la media de esperanza de vida de sus habitantes, así como en el número de los mismos, registraron un fuerte incremento. Alrededor de las grandes ciudades industrializadas que ejercían un tremendo efecto magnético sobre la empobrecida población rural, surgieron colonias residenciales para trabajadores, que pronto se veían abarrotadas. El proletariado empezó a ser percibido por la vieja burguesía de las ciudades como una masa amenazante y anónima. “La era en la que nos adentramos será en verdad la era de las masas”, escribía el sociólogo francés Gustavo Le Bon en su influyente obra Psicología de las masas, publicada en 1895. También el psiquiatra austríaco Sigmund Freud trató el fenómeno de las masas, a las que describía como impulsivas, irracionales y lideradas por inconscientes.

A principios del siglo XX más clases sociales habían adquirido peso político. La aprobación en 1918 del sufragio universal en muchos países significó, de hecho, el final del derecho de voto diferenciado, con la que una ciudadanía propietaria y educada conseguía automáticamente la mayoría. Debido al incremento de la presencia en la vida pública de las capas más bajas de la sociedad numerosos intelectuales adoptaron una postura crítica acerca de la cultura del momento, dotándola de fatalismo y pesimismo histórico. La obra del historiador y filósofo alemán Osvaldo Spengler, La decadencia de Europa, publicada tras la primera guerra mundial y que negaba cada avance de la historia lamentando la decadencia de la civilización occidental, reflejaba el amplio sentimiento de la época: incluso el título de la obra se convirtió en una frase hecha del momento.

Los esfuerzos democráticos tras la primera guerra mundial en muchos países no tuvieron larga vida. A través de un golpe de Estado en 1923 el General Primo de Rivera, con apoyo del rey Alfonso XIII, gobernaba España bajo una dictadura militar. En Italia a mediados de los años 20 los fascistas, bajo la figura de Benito Mussolini, lograban consagrar su gobierno de partido único, mientras que en Alemania los nacionalsocialistas también ganaban en importancia. La debacle económica de 1929, que provocó un brutal aumento de la tasa de inflación y el desempleo, provocó la pérdida de confianza de los ciudadanos europeos en las jóvenes democracias del continente, facilitando así el empuje de las tendencias totalitaristas.

Diversos factores de política externa reforzaron aún más el sentimiento de crisis generalizado, pues desde el final de la primera guerra mundial se daba la duda en Europa sobre el futuro de su propia supremacía global. La era de las hegemonías europeas y del dominio colonial llegaba a su fin. A finales del siglo XIX, España perdía las Islas Filipinas y Puerto Rico a favor de Estados Unidos, y concedía a Cuba una independencia, de facto, ya maniobrada por Estados Unidos, con lo que se ponía punto final a su condición de primera potencia mundial. Como consecuencia de la firma del Tratado de Versalles Alemania transfirió sus colonias en África a Francia y Gran Bretaña. Aun siendo también potencia colonial, en 1918 el gobierno estadounidense, bajo la presidencia de Woodrow Wilson, apoyó públicamente los esfuerzos independentistas de los pueblos colonizados. También la Sociedad de Naciones, fundada en 1919, obligó a las potencias colonizadoras a facilitar a los pueblos colonizados el camino a la independencia.

Origen

Tras haber cursado estudios en Alemania, nación a la que veía como la esencia de la modernidad, Ortega se dedicó a fondo a estudiar la política y filosofía alemanas. Con gran interés, siguió el desarrollo de la república de Weimar, en la que el peso de la política de los partidos y el parlamento a finales de los años 1920 recaía cada vez más en la figura del presidente.

Ortega pasó la segunda mitad de 1928 en Argentina, donde comenzó a redactar La revolución de las masas. A su regreso de Buenos Aires, comenzó a publicar sus primeros ensayos en el diario El Sol, en octubre de 1929. En noviembre de 1930 el texto se publicó en forma de libro.

Resonancia histórica

Con La revolución de las masas, José Ortega logró obtener reconocimiento más allá de las fronteras españolas, logrando la obra ser pronto traducida a diez idiomas, entre otros, al alemán, en 1931. Asimismo, numerosas figuras de la política internacional, como el canciller alemán Konrad Adenauer, echaron mano del ideario orteguiano a la hora de elaborar sus discursos políticos.

Ortega se convirtió uno de los autores extranjeros más leídos y citados en la Europa de la posguerra. Herman Hesse llegó a recomendar la obra en una de sus reseñas. La obra de Ortega y Gasset forma parte del acervo que la filosofía española ha brindado al mundo.

Sobre el autor

José Ortega y Gasset nació el 9 de mayo de 1883, hijo de una periodista y nieto de un editor de diarios. Frecuentó un colegio de jesuitas en Málaga y más tarde cursó filosofía en Bilbao y Madrid. Tras licenciarse en 1905, se mudó a Alemania, donde realizó estudios en Berlín, Leipzig y Marburgo, y entró en contacto con el neokantianismo. De vuelta en España, se casó en 1910 con Rosa Spottorno, con quien tuvo tres hijos. Ese mismo año, consiguió una cátedra de metafísica en la Universidad de Madrid, la cual pronto se erigió en un centro intelectual del país. Gracias a su obra Meditaciones del Quijote (1914), Ortega logró ampliar su público lector. Al mismo tiempo, se dedicó a la política y a ejercer el periodismo. Escribió para el diario El Sol y fundó las revistas España y Revista de Occidente. Ésta última divulgaba traducciones de obras de filósofos contemporáneos. Debido a sus discrepancias políticas con el General Primo de Rivera, responsable de instaurar en 1923 una dictadura militar en España, Ortega renunció a la docencia en la universidad, pero continuó dictando conferencias en diversos teatros de la ciudad. En 1929 escribió su obra más famosa, La revolución de las masas y en 1931 fue elegido miembro de la asamblea constituyente de la recién proclamada Segunda República. No obstante, dos años después, resignado, decidió retirarse de la política. Al inicio de la Guerra Civil española, en 1936, abandonó de forma voluntaria el país para pasar los siguientes años en Holanda, Francia y Argentina. En 1943 se instaló en Portugal y dos años después regresó del exilio a su hogar en España. El régimen represivo de Franco le permitió trabajar sólo en asuntos “culturales”, causándole problemas, por lo que publicó muy poco en aquél periodo. José Ortega y Gasset falleció el 18 de octubre de 1955 en Madrid.


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